No hay nada más convencional que yo sepa que una graduación. En los últimos años bajo influencia americana se ha extendido entre los estudiantes de segundo bachillerato y ya es una tradición que todos aceptamos.
Ayer me encontraba en una de esas. De sesenta alumnos, sólo conocía a cinco. Para mí eso era una ventaja; nadie me tendría en cuenta y podría disfrutar observando la representación.
En estas circunstancias siempre tengo la conciencia, muy intensa, de que interpretamos una obra teatral. La máscara social: los alumnos, los padres, los profesores... Como no se me da bien representar ese papel o me resulta incómodo, suelo evitarlas. Aunque soy curioso y aprovecho para mirar y observar, si asisto a dichos eventos.
Sí, como en cualquier graduación que se precie de serlo, tuvimos las frases convencionales, algún poema de Benedetti muy sencillo, un intento de karaoke fallido y torpe, algún maestro o maestra de ceremonias más divertido y muchos nervios. Música de fondo que acompañe, amable como el Stand by me; discursos, premios, orlas...
Sin embargo, por debajo de las máscaras, entre la piel y la máscara, como dice Murakami en uno de sus cuentos, Carnaval, podías adivinar algo mucho más real. Aparecía a veces, como una herida abierta...
Una de las tutoras había perdido a su hermana hacía dos semanas. Cáncer terminal; semanas dolorosas vividas entre hospitales y sedaciones. Para el día de ayer se había puesto la máscara y el maquillaje. El duelo, aunque lo llevara por dentro, estaba ahí y lo verbalizaba. Nos pusimos a hablar, mientras ella explicaba su pérdida, de la de nuestros seres queridos. Vuelven en los sueños; y a veces esa realidad se solapa con la otra.
En uno de los discursos, concluido con el tópico "esto no es el final, sino el comienzo", una de las alumnas, al principio, hizo una lista de situaciones divertidas, dignas de recordar. En todas, el profesor era burlado o engañado: apagar el proyector con el móvil, quedarse en el baño, perder tiempo en los pasillos, hacer que hablen de su vida privada para que no den clase, poner chinchetas en la silla del profesor... Se suele olvidar en estas galas que los alumnos, incluso los que llegan a la graduación, han dedicado gran parte de sus horas a reírse de los profesores o a criticarlos. Fue un momento sincero. "Nos lo pasamos bien"... Sólo le faltó decir "riéndonos de ellos". Pero, al final, tras este comienzo tan prometedor, como ya he dicho, se plegó a los tópicos de siempre.
En los aplausos a los mejores de su promoción los alumnos no ocultaron sus preferencias. Los profesores debemos mantener la compostura y aplaudir a todos por igual, pero ellos todavía no tienen esa hipocresía social tan marcada. Los alumnos de Ciencias eran mayoritarios y, por supuesto, ellos fueron los más aplaudidos. Un chico, ese tipo que destaca por su brillantez y que atrae multitudes por el desparpajo, recibió ovaciones. La chica, gótica, tímida, aplausos correctos, sin demasiado énfasis. Los profesores divertidos, los de Educación Física, gritos de apoyo y risas. Las profesoras y las alumnas, vestidas como si fueran a una boda, palabras de halago y admiración: "¡guapas!".
Pero, tal vez, lo más interesante fue un detalle, ajeno a la organización del evento. La graduación se hizo en el patio del instituto, en medio de un barrio popular del extrarradio, el de Moratalaz. A un lado y a otro teníamos edificios levantados en los años ochenta, envejecidos, con fachadas desgastadas, abandonados al paso del tiempo. No hay dinero para una reforma. La belleza exterior no cabe, cuando hay pobreza.
Justo detrás del escenario, nos fijamos en unos espectadores inesperados. Unos chicos y un par de chicas de segundo o tercero de la ESO, repetidores, se colocaron detrás de las rejas y asistieron a casi toda la ceremonia. Habían entendido, mejor que ninguno de los que nos encontrábamos allí, que estaban ante una obra de teatro. Ninguno de ellos irá mucho al teatro el resto de su vida; así que, asistían a ella, encandilados, con esa sonrisa escéptica y chulesca que encuentras en cualquier grupo de "malotes" que esté a la altura. Sin embargo, fueron respetuosos. Sólo se agarraban a las rejas o se sentaban delante del portal y, en silencio, haciendo comentarios entre ellos, con esa sonrisa en los labios, asistían atentos y curiosos.
Esa reja, pensé, no era física. Ellos nunca se graduarán. Con suerte, harán una FP o un grado medio y, tal vez, encuentren un trabajo en el que no les exploten demasiado o cobren un sueldo que les permita llegar a fin de mes. Alguno acabará viendo rejas todos los días, si se pone a robar coches o a vender droga. Otro, si es avispado, se hará policía o militar.
La representación terminó. Los chicos del barrio buscaron otro entretenimiento.
Cuando volvimos a casa, nos quitamos las máscaras.
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