sábado, 4 de abril de 2020

EL CONFINAMIENTO Y ERIC ROHMER


Me ha costado volver a este blog.
Y podía haber aprovechado, porque desde mediados de marzo estoy encerrado. Como millones de personas.
No lo llevo mal. No me quejo. Si no fuera porque estoy enamorado de alguien que no me corresponde, en realidad reconozco que esta no sería una situación muy desagradable ni incómoda.
He trabajado a distancia, en casa, y me gusta; es cierto que no es lo mismo que tratar con los alumnos cara a cara, pero, para un solitario como yo, tiene sus ventajas. No voy a ocultar un hecho sangrante: que muchos alumnos no tienen ni ordenador ni wifi, reflejo palmario de esa brecha entre ricos y pobres que no va a cambiar, aunque debería ser lo primero que cambiáramos, al salir a la calle. Pero ellos, los que mandan, no lo harán y, mucho menos, con lo que se nos vendrá encima.
He escrito, he leído. Lo que he podido, mientras esta obsesión personal me dejara pensar y concentrarme.
No me preocupo por familiares cercanos de edad avanzada; murieron. Mi hermano está bien y vive conmigo.
El aislamiento no me vuelve paranoico ni me inquieta. No me preocupa ni la hipocondría ni la depresión. Mi única obsesión es una mujer que se me escapa de entre los dedos.
Si echo una mirada, más allá de la ventana, soy consciente de las consecuencias presentes y futuras de estos nuevos tiempos. Hay y habrá recortes de libertad, crisis económica, paro; hay y habrá miedo y solidaridad. Hay y habrá egoísmo, partidismo y sacrificios personales. No seremos diferentes; porque olvidaremos.
No logro emocionarme, cuando alguien echa de menos los abrazos. Sí, me gustaría abrazarla a ella, pero no es posible.
Si, ingenuamente, te dejas llevar por una propuesta torpe e hipócrita de la Comunidad de Madrid -un voluntariado "pagado"-, aportando esa información al claustro, los compañeros se sienten ninguneados e insultados, y no van más lejos, no hacen una crítica más profunda; y, si la hicieran, deberían fijarse, por un lado, en la improvisación, que lleva a la Administración a proponer ideas excéntricas, y, por el otro, en el desinterés, cuando no proporcionan facilidades y medios a las redes más o menos espontáneas de voluntariado.
Hay una intención política clara en lo que está ocurriendo, y la veríamos, si tuviéramos una perspectiva más amplia, pero se prefiere hablar de lo propio o, simplemente, sobrevivir al presente.
Es comprensible, pero decepcionante, porque nos protegemos y nos quedamos anclados en ideas fijas, las nuestras. Y eso hará imposible un cambio radical, que es el que necesitaríamos.
No logro emocionarme con los aplausos de las ocho de la tarde, aunque comparta el respeto y la admiración que me merece la gente que lo está dando todo en los hospitales. Pasados los días, tengo la sensación de que representamos, desde nuestras terrazas y ventanas, una obra de teatro. Todo me parece una tramoya; no logro integrarme en la colectividad. Seguramente el problema es sólo mío.
Hay gente que muere; datos falseados y propaganda en los medios de comunicación. La información aplasta, es repetitiva.
Quizá lo único real es que la Naturaleza puede vivir sin nosotros. No somos imprescindibles; es más, nosotros somos la enfermedad, el cáncer de este mundo. Tal vez deberíamos desaparecer como especie. La Tierra nos lo agradecería.
Sin embargo, si desapareciéramos, se perderían tantas cosas.
Ella no existiría, por ejemplo; y sería triste...
Otra, sin duda, es Rohmer.
Estos días se cumplió el siglo del nacimiento de Rohmer y diez de su fallecimiento. Pasó sin que nadie lo mencionara. El virus es el único protagonista; el resto no existe.
Estamos viendo, mi hermano y yo, sus películas y recupero cada día, cada tarde, cada noche, una melodía encantadora. La vida pasa y su fluir, sea con los diálogos, sea en los planos de la vida cotidiana, desde el campo o en la ciudad, se nos muestra con una sorprendente naturalidad. No niego que también haya impostación y una tramoya muy bien urdida, pero la aceptas, porque forma parte, lo queramos o no, de nuestra forma de ser. Es lo que somos: actores. Algunos más creíbles; otros, no tanto.
Releo las Memorias de Adriano. "... los males verdaderos: la muerte, la vejez, las enfermedades incurables, el amor no correspondido, la amistad rechazada o vendida, la mediocridad de una vida menos vasta que nuestros proyectos y más opaca que nuestros ensueños..."
Mentimos y nos mentimos. Y lo seguiremos haciendo.
Somos personajes de Rohmer, aunque no lo sepamos.
Libres y esclavos de nuestros sueños y pesadillas.



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