Hay películas que cuando terminas de verlas te dejan una sensación agradable: la vida no es tan terrible como pueda parecernos a veces.
Esta es una de ellas. Y, aún así, bajo esa capa de ligereza se intuyen, se insinúan las tragedias: Hiroshima, los bombardeos sobre población civil, las dificultades de abastecimiento, la prostitución, el hambre, en tiempos de guerra...
La mirada es original: es la de una mujer que no ha dejado de ser una niña, que no quiere perder esa ternura e ingenuidad que olvidamos en el baúl de los recuerdos cuando nos hacemos mayores. ¿Es naïf? No tanto. La muerte está presente; también, el dolor, -quizá los momentos visualmente más poderosos y líricos, como la muerte de uno de los personajes o una idea obsesiva, alrededor de su mano, que atenaza a la protagonista después de esta muerte o la descripción de los bombardeos- pero ese no es el tono general ni la melodía de esta película japonesa de animación. La protagonista expresa y refleja el mundo a través de sus dibujos y, gracias a ellos, asistimos a un mundo paralelo, brillante, luminoso. También vemos -es una mujer; no es casual la elección- la vida cotidiana, las bromas, los placeres y las preocupaciones diarias, los pequeños detalles sin importancia, que casi siempre, son los más trascendentales.
Nostalgia, ternura, optimismo. Es difícil captarlos y reflejarlos en una pantalla con tanta elegancia como aquí.
La vida, a pesar de la violencia y el dolor y la ausencia y la muerte, sigue, continúa. Y así debería ser...