Subo al avión. En el viaje leo Vernon Subatex de Virgine Despentes. Distingo en el estilo poses calculadas, un lenguaje directo, monólogos cínicos, una mirada escéptica. Crea personajes con muy poco; sabe mirar... Al llegar a Berlín hace frío; la temperatura no llega ni a los dos grados...
Comerciales,
más o menos...
Figlia
mia
es la historia de dos mujeres opuestas y una niña, su hija, en pleno
aprendizaje. Sin mucho más. Nada nuevo, quizá. Y el final me parece
muy forzado para que sea feliz, como desea el director.
The
real state que
parte de una idea curiosa –una herencia que es, más bien, un
marrón, acompañada además de parientes desquiciados – se queda a
medias. Al principio, parece una comedia con algún toque dramático
y, finalmente, se convierte en una historia absurda sin mucha gracia.
Podría haber sido una gran comedia negra en manos de un Berlanga o
un Alex de la Iglesia.
Con Grass, el director de The day after, Right now, wrong then o On the beach nos ha presentado un divertimento, en comparación con las tres anteriores; incluso es posible que sea una especie de síntesis o recopilatorio. Hay conflictos de pareja, crisis, reconciliaciones, como siempre hace en sus películas, concentrados en esta ocasión en un único espacio. Cuatro historias con diálogos breves, divertidos, dramáticos. Amable. No aspira a más; cierra un ciclo o tal vez sea el comienzo de una nueva etapa para su director: una obra de transición.
Con Grass, el director de The day after, Right now, wrong then o On the beach nos ha presentado un divertimento, en comparación con las tres anteriores; incluso es posible que sea una especie de síntesis o recopilatorio. Hay conflictos de pareja, crisis, reconciliaciones, como siempre hace en sus películas, concentrados en esta ocasión en un único espacio. Cuatro historias con diálogos breves, divertidos, dramáticos. Amable. No aspira a más; cierra un ciclo o tal vez sea el comienzo de una nueva etapa para su director: una obra de transición.
Mi hermano... es un idiota
me produce desconcierto. Los personajes, dos gemelos adolescentes,
hablan de filosofía; para mí, la parte más interesante. Leen
textos sobre el tiempo y el azar de Agustín o Leibniz o Kant con
imágenes de la naturaleza, muy atractivas visualmente. Otras veces
me recuerda a una historia de iniciación con sexo y muerte. Al
final, se decide por una película de psicópatas adolescentes. Y en
la última secuencia todo cambia de sentido; encuentra de repente,
cuando ya no había esperanza, un final perfecto y hermoso. En tres
horas quiso hacer muchas películas; no siempre acierta, aunque, a
veces, seduzca y atrape.
Madeline
Madeline
se centra en Madeline, una adolescente con graves problemas mentales
y eso influye en el estilo elegido, que se adapta al personaje:
confuso y desconcertante. Esta Madeline, además, es una gran actriz
y esto permite hablar de la enfermedad mental, el teatro, la realidad
y la imaginación. Lo mejor es la joven interprete, todo un hallazgo.
Lo peor, sin duda, los dos personajes adultos, tanto la madre como la
maestra o profesora de interpretación. Las actrices no logran
salvarlos. Acaban siendo demasiado previsibles, simples; se quedan en
la visión que Madeline tiene de ellas.
Museo,
que ganó el premio a mejor guión, se podría definir como una
película con actor famoso, Gael García Bernal. Es así, y también
una mescolanza de apariencias. Es una road movie, una película de
género, una historia de perdedores con algún toque experimental y
de humor o juegos metalingüísticos. No aprovecha todas sus
posibilidades; tampoco creo que lo pretenda. Sólo busca un gran
público. Lo encontrará.
En
Tres días en Quiberon no
puedo ser objetivo. Romy Schneider siempre me emociona, aunque sólo
sea un personaje. Despierta ese sentimiento de protección y ternura
que forma parte de mi forma de ser. También le ocurre a su directora. Cuenta tres días de la vida de Romy en un sanatorio con sutileza y
ternura y cariño. Los otros tres personajes están desarrollados y
bien interpretados, pero es la actriz que interpreta a Romy quien la
hace creíble: compleja, contradictoria, emotiva, tierna, torturada,
cruel, infantil. Y, aún así, muy cercana. El final es optimista
como si la directora le hubiera ofrecido una oportunidad para ser
feliz; todos sabemos que eso no ocurrió. Hubiera preferido un final
más acorde con la realidad o, por lo menos, ambigüo.
Termino
este primer apartado con Utoya.
Durante
hora y media con una cámara en mano y un único plano secuencia
seguimos a la protagonista en medio de una pesadilla: la matanza de
más de ochenta chicos a manos de un ultra derechista en la isla de
Utoya. Que esté basado en un hecho real, podía hacer que la
película se convirtiera en un drama o algo peor, con apariencia
televisiva. No es así. Es una magnífica película de un género muy
concreto: el de terror. Hay detrás un excelente pulso narrativo,
midiendo los tiempos, las pausas, la tensión. Además, es
respetuoso. No busca la sangre; le interesa la emoción, el pánico.
Te atrapa. Hubiera merecido algún premio...
Me
gusta pasear por las ciudades los domingos por la mañana. Sin
coches, sin tráfico; la mayoría de sus habitantes duermen. Algunos
pasean, tranquilos, relajados. No es una ciudad en su estado
habitual; parece como si descansara. Esa sensación la he tenido en
muchas ciudades: en Nueva York, en Kyoto, en Buenos Aires, en San
Francisco, en Berlín... Y siempre es la misma. Ella duerme. Y miras
con otros ojos a las ciudades que duermen; como a las personas a las
que amas...
Documentales
ficción o algo parecido...
Treinta
lumes
de Diana Coucedo entraría en esta categoría. Y, aunque Con el viento
otra película española, de Meritxell Corell no sea estrictamente un
documental, sí se pueden comparar ambas de alguna manera.
A las dos les interesa mostrar, reflejar, antes de que desaparezca, un mundo rural. Se recuperan recuerdos y lo hace la generación de los nietos, urbanitas, volviendo al lugar de donde vinieron sus padres y abuelos. Me resulta familiar; yo también, a mi manera, lo he hecho. En las dos, el paisaje es otro personaje. Se trabaja con actores no profesionales, que, en gran parte, se interpretan a sí mismos y mezclan ficción y realidad. Tampoco olvido el papel del sonido, fundamental, en las dos películas. Las diferencias estarían más en detalles menores. Treinta lumes utiliza la voz en off como un engarce lírico con la realidad, más cotidiana, que gira alrededor del día de los difuntos. Se mueve entre el lirismo y lo mágico, lo etnológico y el día a día. Con el viento apuesta por un drama en el que la música y Pina Bausch y el baile acompañan y hacen crecer a la protagonista. Es sencilla, emotiva; se mueve mejor entre los silencios y los gestos que con las palabras. Los personajes secundarios se diluyen; sólo tienen fuerza la protagonista y su madre: dos actrices no profesionales. Y el paisaje, omnipresente, duro, terrible y hermoso, y el sonido y la música.
A las dos les interesa mostrar, reflejar, antes de que desaparezca, un mundo rural. Se recuperan recuerdos y lo hace la generación de los nietos, urbanitas, volviendo al lugar de donde vinieron sus padres y abuelos. Me resulta familiar; yo también, a mi manera, lo he hecho. En las dos, el paisaje es otro personaje. Se trabaja con actores no profesionales, que, en gran parte, se interpretan a sí mismos y mezclan ficción y realidad. Tampoco olvido el papel del sonido, fundamental, en las dos películas. Las diferencias estarían más en detalles menores. Treinta lumes utiliza la voz en off como un engarce lírico con la realidad, más cotidiana, que gira alrededor del día de los difuntos. Se mueve entre el lirismo y lo mágico, lo etnológico y el día a día. Con el viento apuesta por un drama en el que la música y Pina Bausch y el baile acompañan y hacen crecer a la protagonista. Es sencilla, emotiva; se mueve mejor entre los silencios y los gestos que con las palabras. Los personajes secundarios se diluyen; sólo tienen fuerza la protagonista y su madre: dos actrices no profesionales. Y el paisaje, omnipresente, duro, terrible y hermoso, y el sonido y la música.
Footballinfinit
tiene una apariencia ligera; el protagonista es un tipo excéntrico
al que le gustaría cambiar la historia del fútbol.
En realidad, sabemos que es un tipo encantador, pero condenado al fracaso desde el principio. Sin embargo, en un giro final, con ayuda, simplemente, de una voz en off y la imagen de una carretera vacía, se insinúa que tras lo que hemos visto había algo más: libertad, sueños, seguridad, deficiencias de un sistema, de unas reglas de juego. Sugiere, insinúa...
En realidad, sabemos que es un tipo encantador, pero condenado al fracaso desde el principio. Sin embargo, en un giro final, con ayuda, simplemente, de una voz en off y la imagen de una carretera vacía, se insinúa que tras lo que hemos visto había algo más: libertad, sueños, seguridad, deficiencias de un sistema, de unas reglas de juego. Sugiere, insinúa...
Contemplo
a última hora de la tarde frente al Museo de la Topografía del
terror, en el que se exponen fotografías del horror nazi, las ruinas
del antiguo cuartel de la Gestapo y las S.S. A unos metros, restos
del muro de Berlín. Es un lugar para el recuerdo, de los muchos que
he visto en los países que he visitado: Argentina, Japón, Estados
Unidos, Alemania, pero esa necesidad de recordar, de no olvidar, no
se aparece con tanta claridad en todos los sitios. Algunos recuerdan
a medias y optan por mirar a otro lado. España es uno de esos sitios. Se
prefiere una memoria parcial a otra completa; por eso, hay dos
Españas. Y las seguirá habiendo, porque no hay interés en que cambie...
Experimentales
y documentales puros.
Los
dos ejemplos de experimentación son valientes y, al mismo tiempo,
condenados a que sólo los vean los amantes de estas propuestas
alternativas. Aún así, son estas apuestas las que renuevan el cine.
Siempre lo han hecho.
Notes
on an apperance
es atractivo por los aspectos formales: guiños metalingüísticos,
uso de diferentes formatos como el vídeo casero, los recortes de
periódico, el diario, planificación simple, incluso algo
desaliñada. Te fijas más en esos detalles visuales, como ocurre con
la conversación escuchada en off, mientras vemos cómo se llena la
mesa de una cafetería con los objetos que utilizan las protagonistas
de ese diálogo. O los mapas o dibujos que resumen los viajes de los
personajes. O los planos fijos en las calles de Nueva York. El
contenido no es más que una excusa para utilizar todos esos
recursos.
The
green fog
es un juego metalinguïstico; parte de la historia de Vértigo,
contada escena por escena, pero sólo utiliza en todo el metraje uno
de sus planos. Para el resto aprovecha los planos de decenas de otras
películas. Una demostración de montaje asombrosa con muchos guiños
a los cinéfilos. Te obliga a llegar a una reflexión: si las
películas que recordamos no son más que trozos a los que damos
sentido, cuando los integramos en una narración, aunque no formen
parte del mismo conjunto.
Los
dos documentales puros tratan temas candentes. El
Dorado
habla de la inmigración ilegal.
El
silencio de los otros
se interesa por el robo de bebés, la memoria histórica, la
transición española fallida. Ganó el premio del Público de la
sección Panorama; lo entiendo, porque en la sesión que vi la mitad
del público se levantó y aplaudió a los dos directores durante un
minuto.
Estos
dos documentales, que podríamos llamar tradicionales, adolecen del
mismo defecto: buscan un espectador televisivo, desean a un público
amplio. No es una decisión errónea, pero cinematograficamente no
aportan nada nuevo. Me recuerda mucho al estilo del programa Salvados
y,
también, a sus objetivos. Denuncia social, pero no vayamos demasiado
lejos, porque me podría quedar sin trabajo. Progresismo
bienintencionado y, en el fondo, muy cobarde, asumible y aceptable
para los que dirigen el mundo. No les hará daño. Y los espectadores
de estos productos... Nada cambiará; nos irritará y, al día
siguiente, seguiremos igual. Alguno pensará que ha mejorado algo y
se ha transformado un poquito su realidad; en el fondo, sólo se habrá
calmado su mala conciencia.
Me
gusta en el
Dorado
que establezca, como una especie de ligazón o rima a lo largo de la
narración, la historia de la niña italiana que él conoció, de
pequeño, cuando ella tuvo que huir, al ser judía, a la Suiza de los
años cuarenta del pasado siglo. Es un recuerdo sincero con
fotografías en blanco y negro que encajan muy bien; le aporta una
elegancia y una originalidad de la que carece el resto. Denuncia que
gustará a los progresistas, les hará meditar sobre la injusticia
del sistema, para, a continuación, olvidar que el tomate que
mastican, en la comida o en la cena, ellos lo han comprado más
barato porque los inmigrantes que lo han sacado de la tierra
trabajaron por una miseria. Hipocresía o, simplemente, nuestras
contradicciones.
En
el
silencio de los otros hay
buenas ideas. Por ejemplo, mostrar que Aznar, Rajoy y Felipe VI nos
cuentan las mismas mentiras y pertenecen a la misma élite es algo
que podría llevarles a la cárcel a sus directores, tal como están
las cosas.
Es posible que si la venden en España, censuren esa secuencia. Las dos abuelas que quieren recuperar la memoria de sus padres, desenterrarlos de fosas comunes, más de ochenta años después, son de una fortaleza y una dignidad que merecerían mejor suerte. Es muy didáctica; nos cuenta que la ley de Amnistía favoreció más a los herederos del franquismo que a sus rivales políticos. Y que olvidó a miles de personas que aún hoy tienen a sus familiares en fosas comunes, porque, como bien se dice, “en el pueblo el alcalde, la guardia civil, el empresario no cambiaron del franquismo a la democracia. Eran las mismas personas, los que mataron a mi madre...”.
Y no pidieron perdón y ellos y sus herederos ponen trabas para desenterrar a los muertos. Se soslayan aspectos: se torturó en democracia, no sólo hasta el 77; los socialistas asumieron el discurso de la derecha española; los jueces son parte del problema. La herida no se cierra; y no se cerrará, porque en los vencedores y sus herederos sólo caben la humillación del otro y la soberbia propia.
Es posible que si la venden en España, censuren esa secuencia. Las dos abuelas que quieren recuperar la memoria de sus padres, desenterrarlos de fosas comunes, más de ochenta años después, son de una fortaleza y una dignidad que merecerían mejor suerte. Es muy didáctica; nos cuenta que la ley de Amnistía favoreció más a los herederos del franquismo que a sus rivales políticos. Y que olvidó a miles de personas que aún hoy tienen a sus familiares en fosas comunes, porque, como bien se dice, “en el pueblo el alcalde, la guardia civil, el empresario no cambiaron del franquismo a la democracia. Eran las mismas personas, los que mataron a mi madre...”.
Y no pidieron perdón y ellos y sus herederos ponen trabas para desenterrar a los muertos. Se soslayan aspectos: se torturó en democracia, no sólo hasta el 77; los socialistas asumieron el discurso de la derecha española; los jueces son parte del problema. La herida no se cierra; y no se cerrará, porque en los vencedores y sus herederos sólo caben la humillación del otro y la soberbia propia.
Julián,
el de los ojos dulces: Julian, sweeteyes. Así aparece su nombre en
el móvil de una chica colombiana que se encuentra delante de mí, en
la sala de cine. Tendrá unos treinta años; clase media-alta,
antepasados europeos. Está nerviosa, mientras le espera, impaciente.
Se levanta; sale fuera. Vuelven a los cinco minutos, se sientan. Ella no para de
moverse. Aún queda un rato para el comienzo de la película. Ella se gira y no deja
de mirarle; le escucha con atención, cuando él habla. Ríe cuando
el chico, un europeo del Norte, rubio, con un buen conocimiento del
español, hace un comentario divertido. Se toca el pelo, se apoya en
su hombro, le besa, le coge de la mano. Hay otros momentos en que no
para de hablar: está interesada en encontrar un proyecto de
documental, producirlo. Le gusta agradar y, al mismo tiempo, ser el
centro de atención. Las luces se apagan; de vez en cuando
cuchichean, comentan alguna cosa. Él apoya su mano en la de ella que
la ha dejado, sin ninguna intención, sobre su pierna derecha...
Cuando
salgo del cine detengo mi mirada en algunos seres anónimos. Un chico
en silla de ruedas pide limosna en el tren. Desprende a su alrededor
un olor terrible, nauseabundo. Hay quien no puede soportarlo, como
una chica joven, y se aleja; busca la puerta de salida. Su novio le
pide más discreción en los gestos de asco que ella repite sin
cesar. Pasa otro sin techo, con un periódico en la mano; y un
tercero, duerme en uno de los asientos, desmadejado. Su cuerpo me
recuerda al de un títere, al de un muñeco sin vida. Otros, muchos,
duermen en la calle, protegidos por sacos de dormir de las bajas
temperaturas de estos días. Víctimas del capitalismo...
Rarezas
y joyas.
Touch
me not
ha ganado el Oso de Oro.
Sí
me parece un documental ficción que arriesga. No tanto en el aspecto
formal, sino en el contenido. Es atrevido y valiente. Habla de sexo,
emociones y sobre las barreras mentales y físicas que nos hacen
infelices. Lo cuenta con naturalidad y sencillez, jugando con el
espectador, mostrándonos un doble espejo en el que no sólo
contemplamos a los personajes elegidos, sino también a la directora
y nosotros mismos. Me parece un digno Oso de Oro, aunque haya quien
no le pueda gustar.
Lav
Díaz también podría haberlo conseguido, pero era imposible.
Hubiera ganado una película de cuatro horas, un musical extraño y
provocador. Planos fijos larguísimos y el estilo de este director ya
conocido por sus seguidores para hablar de represión y el asesinato
y desaparición de dos de sus amigos, un poeta y una doctora, durante
la dictadura filipina por grupos paramilitares. Consigue momentos
emotivos y de gran fuerza visual. Quizá los más potentes que haya
visto durante el festival, a pesar de su aparente sencillez formal.
Minatomachi.
Descubrí a este documentalista, Soda, en Florencia, en un festival
en octubre. Sigue a sus personajes intentando manipular lo menos
posible. Consigue con muy poco que las personas que aparezcan nos
sean cercanos, tiernos, reales, vivos. Los observa con cariño, sin
juzgarlos. No quiere cambiar la historia del cine; le basta con
reflejar la realidad que él contempla. Y lo consigue.
Termino
de escribir estas líneas en Hengelo, en la casa de mi amigo José y
su esposa África, a unos kilómetros de la frontera con Alemania, en
Holanda. Es lunes. He estado muy a gusto con él, a solas, este fin
de semana; se dice gezellig en holandés. Me ha llevado por los
lugares de su infancia; donde sus padres, como los míos en Italia o
Suiza, trabajaron para regresar algún día a España. Y ahora son él
y su mujer, los inmigrantes. Y su hija Gabriela.
El
padre de José está en estos momentos en el hospital de Móstoles,
el lugar que compartimos durante nuestra juventud; tiene 82 años y
se recupera de un infarto intestinal. José quiere estar con él, abrazarle, cogerle de la mano, animarle para
que no se rinda y siga viviendo. También está lejos de su mujer y
de su niña. Desde hace tres semanas las dos se encuentran en España;
ella quiere terminar su doctorado. José, aunque, como todo solitario -y él también lo es, al igual que yo- disfrute estando solo, en su casa, tranquilo, relajado, los echa de menos. Así que se ha marchado. Me ha dejado las llaves de su casa.
La
temperatura no baja de un grado bajo cero; el cielo está despejado.
De vez en cuando, se acerca una nube, nieva, pero no consigue cuajar.
Aquí,
lejos de mi casa, he soñado con mis padres; he soñado que volvía a
una clase de instituto; he soñado que me subía a una bici y me
dejaba llevar; he soñado que volvia a ser un niño...