lunes, 7 de mayo de 2012

TASIO/EL PRADO: EL HOMBRE Y LA NATURALEZA



Tasio fue dirigida en los años 80 por Montxo Armendáriz.


Es la historia de un carbonero en un bosque de Navarra en los años 50.



El prado fue dirigida en 1990 por Jim Sheridan. Es la historia de un agricultor irlandés en los años 30.

No parece que tengan nada que ver. Nos equivocaríamos, si pensáramos así.

Los dos personajes aman la tierra, la aman porque la han trabajado, la han modelado a su imagen y semejanza como hizo Prometeo con los hombres. No entienden el nuevo mundo que empieza a despertar a su alrededor; no lo quieren. Desean conservar la antigua relación entre el hombre y la naturaleza: donde había respeto, porque la tierra te daba todo lo que necesitabas, donde no aspirabas a nada más, en donde la explotación de los recursos no significaba esquilmarla, sino aprovechar sus posibilidades y dejarla como herencia a otras generaciones.


En Tasio hay una cierta visión “rousseauniana” del mundo: el hombre en comunión intensa con la naturaleza, puro, inmaculado, independiente, ajeno a la hipocresía de la industrialización y las nuevas urbes impersonales.




Esa visión optimista es el contrapunto perfecto de El prado; porque en El prado encontramos el envés, el otro lado, la otra cara. El amor a la naturaleza se convierte en violencia salvaje cuando se produce el enfrentamiento entre un americano con dinero y el agricultor primigenio. La lucha por la propiedad de un terreno que el americano ha comprado, pero el personaje principal considera que es suya, acabará en asesinato. El hombre que ha trabajado con sus propias manos la tierra, que la ha transformado, que la ha hecho fértil, que le ha dado vida, cuando descubre que el dinero va a quitarle lo único que tiene valor, mata.



Tasio, en cambio, no mata. Está dispuesto a morir y a morir en su tierra. Cuando su hija le dice que va a casarse y que se van a ir a una ciudad y le sugiere que les acompañe, Tasio, ya viejo, se niega. “Ese no es mi mundo; es el vuestro”. Y, a continuación, sigue con su tarea en la carbonera.

Los dos personajes saben que han perdido; pero uno decide matar. El otro decide aceptar su destino. Ninguno de ellos traiciona a la tierra, porque ellos forman parte de la tierra, no se han alejado de ella.

Hay otras películas que tratan de este tema: tenemos Dersu Uzala de Kurosawa, por ejemplo. La derrota de un hombre, un buen salvaje, apartado por la civilización.



O los documentales de Robert Flaherty, Nanuk el esquimal o Los hombres de Arán, el triunfo, la supervivencia del hombre frente a una naturaleza salvaje e indómita.



Avatar es un sucedáneo para adolescentes o urbanitas con mala conciencia.

Mucho mejor es la película de dibujos animados, La princesa Mononoke de Miyazaki: un canto a la naturaleza, un cuento delicioso para adultos que nos recuerda que en otros tiempos no tan lejanos, la naturaleza era sagrada, los dioses la protegían y castigaban a aquellos que la maltrataban. Y los dioses no tenían misericordia: Diana y Cibeles, representaciones romanas de la Antigua diosa Madre pre-indoeuropea, no olvidaban ni perdonaban si se cometía un sacrilegio en sus límites.


 

Los personajes de Miyazaki, muchos de ellos mujeres, son héroes o heroínas dispuestos a morir para salvar lo que más aman, porque ellos saben como Tasio o como el personaje de El prado, que sin la tierra no somos nada, no somos nadie.
Parece que nosotros lo hemos olvidado…


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