Una marea humana sube desde el centro de Madrid. Miles y miles de personas caminan, regresan a sus casas. Las tiendas están cerradas; solo los ultramarinos y algún supermercado mantienen abiertas las puertas. Los bares, a oscuras; las terrazas, llenas. Se beben cervezas. Niños y adolescentes juegan en los parques. Se forman grupos: uno, por aquí; otro, por allá. Un joven golpea el tambor dentro de un bar; tres hombres maduros han sacado sus guitarras y se sientan en una bocacalle. Entonan una melodía.
"Jesucristo es el rey de reyes".
Un joven latinoamericano se ha subido a un muro, a la entrada del estadio del Rayo Vallecano; lleva una Biblia en la mano. Cientos pasan a su lado; sonríen, le miran, siguen caminando. Vuelven a sus casas. Un destierro, un exilio, una corriente interminable, infinita.
Transistores encendidos. Se escuchan voces lejanas. Hay quien lee; hay quien duerme. Esperan. Volvemos al pasado, como sostén: el libro, la radio, el silencio...
Ambulancias y furgonetas de policía hacen sonar sus sirenas en un carril de emergencia habilitado. Maletas, cientos de maletas en las fuentes del paseo del Prado: rojas, negras, blancas. Los coches respetan los pasos de cebra.
"Señor, los túneles están cerrados".
Los trenes no pasan; los mensajes no llegan.
La primavera ilumina las sombras del álamo. El olor de las amapolas, el de las acacias. Un rojo intenso, la caricia del sol.
Basuras en las calles del barrio. Autobuses repletos. Han cerrado el Retiro. ¡No se preocupen!, las terrazas están llenas.
"En Burgos hay luz, dice mi tía..."
Se forman grupos que nos hagan sentir acompañados; somos animales gregarios. Voces que nos tranquilicen. Desconfiamos de las versiones oficiales. No saben nada; no dirán nada.
El sol desaparece; se hace de noche. La oscuridad nos estremece.
Se encienden las velas. La luz parpadea, tiembla.
Cierras los ojos. El mundo gira a tu alrededor.
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