sábado, 24 de mayo de 2025

HORMIGAS EN LA TIERRA


Cuando alguien nos recomienda un libro, sea un amigo o un compañero, nos señala un camino desconocido. Que lo sigamos o no, depende de nosotros. Que ese camino nos lleve a otros o se cierre en falso, forma parte de la vida y de las experiencias que tendremos. Siempre hay que agradecer que nos guíen en una dirección o un rumbo que, tal vez, sin ese gesto, nunca hubiéramos tomado. Nos lleve al infierno o al paraíso. Eso no importa tanto.

Dos de mis compañeros, buenos lectores, me han recomendado sendos libros. Siempre he tenido en cuenta sus gustos, porque, aunque puedan ser parciales, saben de lo que hablan. Cuando hice una selección de libros que el instituto pudiera comprar para la biblioteca del centro -esa biblioteca que nunca existirá como tal, que llevará ese nombre, pero será un espacio de libros sin lectores- les pedí listas de sugerencias. Cada uno a su manera me dio su perspectiva y amplió y mejoró un catálogo desigual. 

Gracias a M. he descubierto a Richard Ford, un autor norteamericano, de esos que saben escribir la gran novela americana sin despeinarse. A., lo hizo con El jardinero y la muerte de Gospodínov; me dijo una frase que me atrapó de inmediato.

-Hay detalles en esa novela que solo pueden comprender los que han vivido la muerte de un padre o una madre. 

El jueves, antes de asistir a una conferencia sobre el epicureísmo y el estoicismo, busqué el libro por el centro. Se había agotado en muchas de las librerías; finalmente, lo compré en La Central. Caminé hacia el museo de San Isidro, el lugar donde se celebraría la conferencia, con la bolsa de papel en la mano. Cada vez hace más calor y los días primaverales que hemos disfrutado en abril y mayo se acaban; como hacen los gatos, epicúreos por naturaleza, me dejé acariciar por esta brisa y esta luz.

Como llegué antes de tiempo, me animé a echar un vistazo al museo. En realidad, lo que buscaba era un sitio donde sentarme y descansar. Ni un solo banco; solo pasillos y objetos tras cristales en semipenumbra. Me fijé que, al otro lado de una puerta de cristal, había un pequeño jardín interior. ¡Y un banco donde podría sentarme! Y así lo hice. Dejé la bolsa de papel a un lado. Miré a mi alrededor. Enfrente tenía el exterior, o más exactamente, el ábside de la iglesia de San Andrés. El ruido de la cercana plaza de los Carros, lleno de turistas, bares y terrazas a pleno rendimiento, no llegaba hasta aquí. Esa misma mañana, durante la clase, me irritó el zumbido de los alumnos, su cháchara intranscendente. Es una tortura buscar el silencio y tener una profesión donde eso es casi imposible. Sin embargo, ahora podía escuchar el canto de los pájaros, el fluir de una fuente. Un madroño, un olivo, un majuelo; hiedra, salvia, romero... El jardín de Epicuro. ¿Estaba en Madrid, ciudad moderna donde hay manifestaciones, tráfico, movimiento perpetuo, o en una de esas islas griegas a las que me gustaría vivir, cuando me libre de la condena del trabajo? La luz suave del atardecer dejaba sus postreros guiños en las copas de los árboles. 

Podía empezar la lectura. 

Leía unas cuantas líneas. Llegué a esta: 

¿Seguimos existiendo si se va la última persona que nos recordaba como niños?

Las imágenes se agolpan, una tras otra, una y otra vez. Cientos de palabras; no cabrían en un libro. Mucho menos en la entrada de un blog. 


Quería estar solo. Caminaba por las calles de Buenos Aires o las de Burgos. Un lunes; la gente iba a trabajar, se cruzaba conmigo. Su ritmo no era el mío. No encajaba; disonancia melódica. En mitad de la Avenida 9 de julio delante de un semáforo no puedo moverme. Me he convertido en una piedra; el dolor te convierte en una piedra. El semáforo está en verde, la gente pasa a mi lado, caminan muy rápido; ya no puedo seguirlos. Me pongo a llorar. 

Permanecer en la memoria de una niña.

Ellos morirán del todo, cuando mi hermano y yo no existamos. Es posible que ya sean inútiles las palabras que escriba, porque nuestra memoria es una sucesión de recuerdos falsos e inventados. Ellos dejaron de existir hace mucho tiempo. Cuando morimos, nuestra existencia es ligera, volátil: el vuelo de una mariposa, el llanto de un niño. Cuando mueren quienes nos conocieron, desaparecemos. Nadie nos recuerda. A no ser que antes se comparta con otros, a no ser que se deje algo por escrito. Y también desaparecerá. Engañaremos un poco más al tiempo, retrasaremos lo inevitable. Todavía escuchamos sus voces durante unos meses, pero tarde o temprano dejaremos de escucharlos. Todavía intuímos los trazos de una letra, el contorno de una palabra, antes de que se borren para siempre. 

Nunca más volvió la Navidad. Con ellos murió la Navidad. Y las llamadas de teléfono en mis cumpleaños. Y la infancia donde somos casi inmortales. 

Escribe con las manos las palabras en el aire. 

No hay palabras al final: un estertor, una mirada perdida, respiración agitada. Y, después, el frío, la descomposición, el olor acre y ácido que impregna la ropa, el aire.


Apagón en el sur de Francia. Hace unas semanas en toda España y Portugal. La oscuridad acecha al futuro.


Llamadas de madrugada. Quien llama de madrugada no trae buenas noticias. Le cerré los ojos. ¿Quién nos cierra los ojos, los que ya no ven, los que yacen, muertos, en el fondo de las pupilas?

La enterramos un día soleado de enero. Me gusta visitar los cementerios. En París, Madrid, Roma, Atenas. En Buenos Aires, San Francisco, Kioto, Pekin. En Tarancón, Ondárroa, Palermo, Nauplia. Llueve en esos cementerios. Brilla el sol allí. Bajo un árbol, en un secarral, cerca del mar o de una montaña. 

Las casas abandonadas. Murieron sus habitantes. Jardines abandonados; crece la maleza, las malas hierbas, los árboles se secan. También se mueren los jardines y las casas. Se mueren mundos, miles de mundos que ya no volverán. Del mundo antiguo, ¿qué nos ha quedado? Restos de un naufragio. Algunos nombres se conservan miles de años después, en las lápidas, en las inscripciones. Sus historias, los detalles, las pequeñas cosas que explicarían sus vidas se han perdido. Nombres. Solo los nombres. 

Soñamos con los muertos. Creamos vidas paralelas. Mi abuela estuvo viva en mis sueños años y años. Se mezclan ahora las dos vidas: la que vivió en mis sueños y la otra, la que llamamos real. Sé que C. soñó con mi madre unos meses. Su espíritu se le apareció. Y con el tiempo también se marchó. 

Lejos están la tristeza, el dolor punzante, la descarga que te aplasta, que remueve el cuerpo y lo atraviesa. A mi lado se quedó la suave ternura de la nostalgia que sobrevive al dolor y a la ausencia. Donde está el gato, ahí tienes que estar tú. He aquí el ciclo circular del mundo: transformación eterna que nos libera y nos encadena. 

Las hormigas rodean la tumba de mi madre y mis abuelos. La tierra se llena de un negro sofocante, avasallador, brutal. Quisiera aplastarlas a todas, porque sé que se acercan a ese cuerpo que se descompone, lo roban, lo devoran para que el ciclo de la Naturaleza siga su curso. Son miles. No puedo acabar con todas. Me rindo. 

"Un jardincito, higos, quesitos y tres o cuatro amigos: esa fue la opulencia de Epicuro".

Solo nos salva, solo nos salvará la escritura. O la filosofía.



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