El chillido agudo de un niño que rompe en miles de trozos afilados el tímpano. Duele. Reverbera en la piel este grito que hiere. La trama no me interesa; los detalles me ciegan.
Otro niño ha pelado a medias la cáscara de un plátano. En la otra mano sostiene un camión de bomberos rojo. El mismo rojo de su camiseta. Sin embargo, el plátano tiene una errata: un punto negro. Lo mira un par de veces; duda. No sabe si continuar masticándolo. El blanco del resto lo desconcierta.
Una mujer deja en los asientos notas con fondo amarillo y letras negras: "Dos niños, un bebe, sin trabajo, vendo clínex, ¡ayúdame en lo que puedas!". Do, re, mi, fa, sol...
Tengo en las manos un documento de propiedad. Giran y giran palabras escuchadas: registro, contrato, gestoría, Hacienda, arras, venta. Me escabullo entre los huecos de las palabras.
El niño ha tomado una decisión; gira el plátano. No quiere verlo, devora el punto negro. Su sabor es diferente. El punto negro ya no existe.
La mujer recoge las notas. Gracias, repite una y otra vez, gracias, gracias, gracias.
El corazón se encoge de repente; gime a bocanadas.
Olor a tierra mojada, lluvia fresca de verano. Puedes ver por la ventanilla del tren el perfil urbano de Madrid. Líneas que se bifurcan quiebran la monotonía. Las chicharras gritan. El cielo, cubierto de nubes oscuras, pospone el calor asfixiante. El silencio de una redonda no es cuadrado.
El hombre joven, de color, solitario, callado, ese que vive en una tienda de campaña en mi calle desde hace meses, se ha echado en un banco. Su sombra es una línea perfecta.
No me saluda. No lo saludo.
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