domingo, 15 de septiembre de 2024

LIDDELL Y BERGMANN

 

Es la segunda vez que veo a Liddell en un escenario. Ya sabemos que nada de lo que hacemos o experimentamos es como la primera vez. 

La primera vez que se descubre a Liddell nos fijamos en su energía, su talento para llenar el escenario de un teatro, sus largos monólogos-homilías, el humor sarcástico en el que nadie sale bien parado -sobre todo, los críticos franceses porque "los españoles ni siquiera merecen que se les mencione"-. Ya se sabe, los españoles "solo entierran y destierran, entierran y destierran". "España es una enfermedad mental".

Sea porque es la segunda vez o porque Liddell ha cambiado el registro me he fijado en un aspecto que destaca mucho más en este "homenaje" a Bergmann: su extraordinario talento en la puesta en escena. 

Al principio de Dämon Liddell ofrece lo que su público espera: un acto de provocación. En esta obra se lava el coño, rellena un hisopo con el agua sucia y se la tira al público. Estaba en la fila cinco; pero el agua solo llegó a la fila tercera, así que no fui bendecido. 

Después viene la larga perorata en la que todos salimos mal parados -sobre todo los críticos-. 

Y hasta aquí la Liddell que se espera en un constante juego metalingüístico donde la lengua y el tema son ella misma. Es difícil que no te toque, sea con el humor o con el dolor. Puede cansar y aburrir, sin duda, y también puede impactar. ¿Quién no morirá cagándose, meándose? Sí, nuestros padres cuando mueren se cagaron y se mearon. Nosotros también lo haremos. Ese es el tono, pero Liddell combina, como siempre, lo escatológico y lo metafísico. Son sus reglas: o las aceptas o no. 

Sin embargo, el resto de la obra busca otros caminos. A partir de una duda lanzada al vacío "¿Cuál es la pregunta más importante?" pasa a una escena en la que persigue y es perseguida por unos hombres de negro que empujan una camilla, la misma que nos llevará al tanatorio. Y Liddell repite una y otra vez: "¿Habéis sentido algo? ¿Habéis sentido algo?"

Y a partir de aquí la creadora, la artista se convierte en una maestra de ceremonias donde el espacio, los objetos, los personajes mudos y el sonido son elementos indispensables para entender su mundo y, de manera paralela, el de Bergmann o Strindberg. Su talento es extraordinario. Sus temas, los de siempre: la religión, el arte, el miedo, el sexo y, sobre todo, la muerte. 

Pasadas estas escenas en las que se insinúa alguna referencia al director sueco -hay una parodia-homenaje con ancianos, un Papa casi en cueros, los cuatro hombres de negro, un hombre desnudo y cuatro jóvenes mujeres desnudas de la danza de la muerte que te recuerda a la de El séptimo sello 


"No siempre hay que alegrar a la gente; conviene asustarla de vez en cuando", nos dice el pintor de murales.

o asistimos a la interpretación sobria de una escena de una obra de Strindberg, la preferida por el director sueco; menciona Persona o la habitación roja de Gritos y susurros- Bergmann es enterrado en una ceremonia o representación convencional donde la música alta devora las palabras y el silencio. 

Y llega el final. Liddell se confiesa junto al féretro de Bergmann. Le pide matrimonio, reflexiona sobre la muerte: su propia muerte, nuestra muerte. 

Hay un momento en este último monólogo en que Liddell calla. Y alarga el silencio. 

No hay nada más revolucionario en un teatro ni más provocador que un largo silencio. 

Y Liddell lo sabe. 

Liddell se retira. Y el espacio, como al principio, se queda vacío. No hay personajes. Solo el féretro de Bergmann. La muerte nos ha dejado sin palabras. Solo nos queda el vacío. 



viernes, 6 de septiembre de 2024

VOLVERÉIS

 

Si algo define a Jonás Trueba es su originalidad. Rodeado de un cine español comercial de factura técnica intachable, pero que ha asumido determinados estereotipos en películas de género o productos mascados para contentar al gran público, este director ha sabido con su estilo contarnos de otra forma, "francesa" en el fondo y en la forma, las relaciones de pareja. 

Siempre me han agradado las películas de Jonás. No solo por su frescura sino, sobre todo, porque sabe con muy pocos medios contarnos historias sencillas y atractivas. No busca al gran público, sino a una minoría cinéfila, "cultureta", afrancesada que preferimos la elegancia y la inteligencia al exceso, lo superficial y convencional. 

Un buen ejemplo de esto último es Paco Roca y todas las adaptaciones de sus obras, incluida La casa. Acaban aburriéndome, porque no aportan nada nuevo y, además, caen en la sensiblería y el sentimentalismo. Quiero que me traten como un igual, no que me manipulen a la manera de Spielberg. 

Así que aquí tenemos a Jonás; un Jonás que está orgulloso de las influencias recibidas: Truffaut o Godard o Rohmer, el gran cine francés. 

Y es aquí donde tal vez yo le pida más. En esta película, como en muchas de las últimas, además de contar una historia simple que parte de una idea excéntrica del tío Trueba -que interpreta al padre de la protagonista-, experimenta, juega con la "forma". Hay un doble juego de miradas, se divierte con las posibilidades del cine dentro del cine -Truffaut está ahí- o con el montaje discontinuo -Godard es la referencia, sin duda-. 

¿Y por qué no va más allá? Truffaut y Godard sí lo hicieron; sin embargo, Jonás Trueba, simplemente, se divierte. Me sorprende que no quiera explorar nuevos caminos. Tal vez haga bien; si alguien va más lejos, puede perderse. Y Jonás está a gusto moviéndose en su pequeño mundo. 

Sea como sea, frente a una industria del cine español que apuesta por más de lo mismo -señal de mediocridad-, Jonás Trueba propone otra manera de mirar. Y eso siempre lo agradeceré.