La versión oficial que Montalbano escribe en su informe: los dos hermanos lo mataron por la herencia.
La verdad: ella se acostaba con su padre y lo mató por celos.
Protejamos a los inocentes.
La versión oficial que escribo en la página web del instituto: han aprendido recursos en el concurso de Oratoria, han adquirido experiencia.
La verdad: han participado de una farsa en la que sofistas posmodernos, los que tienen más dinero y más contactos, los que moverán el mundo, se preparan para construir el discurso oficial que miles obedecerán a pie juntillas.
Las excepciones confirman la regla.
La verdad es una víbora con cien cabezas.
Un mendigo desdentado mira a través del cristal de un vagón de metro: el infinito o la nada.
Acaricio el suave lomo de un gato soñador.
El esfuerzo inútil me conduce a la melancolía. Es amable la melancolía.
Una chimenea hecha de barro; la brisa, tierna, dulce esparce las cenizas de animales degollados por el cielo.
"La impresión es para el escritor como la experimentación para el científico con la diferencia de que en este último el trabajo de la inteligencia precede y en el escritor viene a continuación. Lo que no hemos tenido que descifrar, aclarar, mediante nuestro esfuerzo personal, lo que estaba claro ante nosotros, no es de nosotros. Sólo procede de nosotros mismos lo que sacamos de la oscuridad que está en nosotros y los demás no conocen"
Leo a Proust en las guardias. No sabría decir si es un experimento. Bajo en un abrir y cerrar de ojos de las alturas de la Literatura al fango y al absurdo. Dejo de leer y a los dos minutos una alumna me grita y me llama "psicópata", aunque por el contexto interpreto que el concepto que ella querría comunicarme es el de pervertido. Tras escribir un parte muy grave, intento regresar a Proust, pero ya no es posible alcanzar el grado de concentración que tenía antes del incidente.
Aún así, vuelvo a la lectura.
"Un nombre: eso es lo único que con mucha frecuencia queda para nosotros de una persona, ni siquiera cuando ha muerto, sino en vida y nuestras ideas sobre ella son tan vagas o tan extrañas y corresponden tan poco a las que tuvimos que hemos olvidado enteramente haber estado a punto de batirnos en duelo, pero recordamos que, de niño, llevaba unas extrañas polainas amarillas en los Campos Elíseos, en los que, en cambio, pese a que se lo aseguramos, no recuerda haber jugado con nosotros".
En el pasillo insisto a un alumno que entre en clase, cuando todos llevan más de diez minutos en las aulas. Me hace un comentario inesperado: "Quieres controlarlo todo; por eso, no te tienen respeto". No sé si me sorprende la inteligencia que me demuestra esta reflexión espontánea; o que pueda haber captado un rasgo de mi carácter que no soy capaz de negar. M., una compañera, jefa del departamento de Lengua, es capaz de convencer a dos alumnas que la acompañen sin hacer ningún aspaviento; las mismas que no me hacían ni caso minutos antes. ¿Hay finura psicológica en este alumno? ¿O será que llevo demasiado tiempo leyendo a Proust?
"... en hablar de los "hilos misteriosos" que rompe la vida, pero aún más cierto es que los teje sin cesar entre las personas, entre los acontecimientos, ya entrecruce dichos hilos o los reduplique para engrosar la trama, por lo que entre el menor punto de nuestro pasado y todos los demás una copiosa red de recuerdos sólo permite elegir las comunicaciones".
He estado en Numancia este miércoles en una visita extraescolar. En el interior de una choza de época romana, reconstruida para el turista, la guía, una colombiana que hace años perdió su acento, en medio de una oscuridad agradable nos habla del horno, de la rueda de molino, de las ventanas, del frío del Cierzo, del calor. Salimos de la sala central y nos trasladamos a la habitación más pequeña. A un lado, oculto en una esquina, me fijo en un telar. Ese párrafo me lleva, sin que pueda evitarlo, a ese telar. No pienso en Aracne, ni en los papiros, tejidos con láminas finas, ni en los hilos de Penélope o de Homero, su creador. Ese telar parece reunir en sí mismo la memoria y el recuerdo.
"Una reunión vespertina como aquella en la que me encontraba yo era algo mucho más valioso que una imagen del pasado, pues me ofrecía, en cierto modo, todas las imágenes sucesivas -y que yo no había visto nunca- que separaban el pasado del presente y -más aún- la relación que había entre éste y aquel; era como lo que se llamaba en tiempos una vista óptica, pero de los años, no la vista de un momento, sino de una persona situada en la perspectiva deformante del tiempo".
Yume, mi gato, se rasca. En el gesto veo al anciano en que se ha transformado, igual que esta mañana cuando trotaba y me buscaba para saludarme, veía al joven que fue. Es como cuando observas, en un movimiento imperceptible de una mujer a la que amas, de perfil, a la anciana que será: sus arrugas, la papada, la piel macilenta, los ojos hundidos. Cuando gira la cabeza y te sonríe, ha regresado al presente. En un instante han pasado cuarenta años. El tiempo ha atravesado un espacio.
"Es que, si bien nuestra vida es vagabunda, nuestra memoria es sedentaria y, por mucho que nos lancemos sin tregua hacia delante, nuestros recuerdos, clavados a los lugares de los que nos separamos, siguen, por su parte, conservando su vida casera en ellos..."
Miradas lánguidas al otro lado de la ventanilla de un autocar. Iglesias y ermitas en lo alto de una colina. Campos cubiertos de paneles solares. Pasillos vacíos. Persianas bajadas. Un río que fluye lentamente. Puertas que se cierran. La belleza espléndida de la juventud, sentada en un columpio, subiendo y bajando, subiendo y bajando... "henchida aún de esperanzas, risueña, en los años, precisamente, que había perdido yo se parecía a mi juventud..."
Las imágenes se sitúan unas sobre otras, se amalgaman, se funden, se disgregan.
"... si llegaba a disponer de bastante tiempo para realizar mi obra, no dejaría de describir en primer lugar a los hombres, aunque con ello los hiciera parecer seres monstruosos, como ocupantes de un lugar tan considerable, junto al -tan limitado- que les está reservado en el espacio, un lugar, al contrario, prolongado sin medida, ya que tocan simultáneamente, como gigantes sumergidos en los años, épocas tan distantes, entre las cuales tantos días han ido a situarse... en el tiempo".
Una marea humana sube desde el centro de Madrid. Miles y miles de personas caminan, regresan a sus casas. Las tiendas están cerradas; solo los ultramarinos y algún supermercado mantienen abiertas las puertas. Los bares, a oscuras; las terrazas, llenas. Se beben cervezas. Niños y adolescentes juegan en los parques. Se forman grupos: uno, por aquí; otro, por allá. Un joven golpea el tambor dentro de un bar; tres hombres maduros han sacado sus guitarras y se sientan en una bocacalle. Entonan una melodía.
"Jesucristo es el rey de reyes".
Un joven latinoamericano se ha subido a un muro, a la entrada del estadio del Rayo Vallecano; lleva una Biblia en la mano. Cientos pasan a su lado; sonríen, le miran, siguen caminando. Vuelven a sus casas. Un destierro, un exilio, una corriente interminable, infinita.
Transistores encendidos. Se escuchan voces lejanas. Hay quien lee; hay quien duerme. Esperan. Volvemos al pasado, como sostén: el libro, la radio, el silencio...
Ambulancias y furgonetas de policía hacen sonar sus sirenas en un carril de emergencia habilitado. Maletas, cientos de maletas en las fuentes del paseo del Prado: rojas, negras, blancas. Los coches respetan los pasos de cebra.
"Señor, los túneles están cerrados".
Los trenes no pasan; los mensajes no llegan.
La primavera ilumina las sombras del álamo. El olor de las amapolas, el de las acacias. Un rojo intenso, la caricia del sol.
Basuras en las calles del barrio. Autobuses repletos. Han cerrado el Retiro. ¡No se preocupen!, las terrazas están llenas.
"En Burgos hay luz, dice mi tía..."
Se forman grupos que nos hagan sentir acompañados; somos animales gregarios. Voces que nos tranquilicen. Desconfiamos de las versiones oficiales. No saben nada; no dirán nada.
El sol desaparece; se hace de noche. La oscuridad nos estremece.
Entro en la biblioteca de mi barrio. Busco, como suelo hacer, entre los expositores donde han colocado las novedades, libros que atraigan mi atención por el autor, el título o la portada. Tengo en la mano cinco libros; todavía puedo llevarme otro más, así que echo un último vistazo. Me fijo de repente en una portada: el patio interior de un edificio parisino. Y el título nos sitúa en el lugar exacto: 209, rue Saint-Maur, Paris. Hay imágenes y temas que nos llaman; nos están destinados.
No conocía a la autora que, más o menos, en las fechas en las que yo hacía mi documental preparaba y terminaba el suyo. Eligió este espacio porque descubrió una lista en internet: nueve niños judíos deportados en las mismas fechas, en julio del 42, que vivieron en este lugar. Solo uno sobrevivió; de otro, un niño de 3 años, no ha logrado encontrar nada, a pesar de todos los esfuerzos. Será para siempre solo un nombre sin biografía, sin historia.
Es un punto de partida; el documental que puede verse en francés aquí.
El libro, escrito un par de años después, es una recopilación de toda la investigación realizada por la directora Ruth Zylberman a lo largo de más de una década. No solo habla de esas deportaciones -aunque sean la base y el centro del relato y documental; un punto de fuga-, sino que también extiende su curiosidad más allá de ese preciso momento, hacia el pasado -la revolución del 48, la Comuna, la primera guerra mundial, la posguerra- y hacia el futuro -los años cincuenta, los años setenta, la actualidad-.
Son los recuerdos, las voces, los testimonios de miles de hombres y mujeres que vivieron, amaron, odiaron, solidarios y egoístas, que convierten ese espacio, ese edificio, ese cielo, esas baldosas en algo que respira y vive. La vida cotidiana; sus mezquindades y sus actos heroicos. Hubo quien salvó a familias judías; otros los delataban. Hubo en esos dos siglos revolucionarios y asesinos y amantes y suicidas... Objetos o gestos que revelan involuntariamente un instante perdido y recuperado...
"...Si un ruido, un olor ya oído o respirado en tiempos, lo son a la vez en el presente y en el pasado, reales sin ser actuales, ideales sin ser abstractos, al instante la esencia permanece y, habitualmente oculta de las cosas, resulta liberada. Nuestro verdadero yo... se despierta, se anima... Un minuto libre del orden del tiempo ha recreado en nosotros, para sentirlo, al hombre liberado del orden del tiempo..."
El tiempo recobrado, Marcel Proust.
En la exposición del Thyssen entre los autorretratos de Rembrandt, las pinturas de Manet y Monet, me atrapa la fotografía de Proust en su lecho de muerte. Imagen definida, enfocada. No es creíble. El tiempo, como en el cuadro del Interior de la iglesia de Reims de Helleu, se parece a ese suelo; se desdibuja, se diluye, deja de ser solido para convertirse en un líquido, en un fluido, desvaneciéndose de nuestra memoria.
No puedo dejar de recordar, mientras leo las reflexiones de Zylberman, los esfuerzos y el tiempo que dediqué a mi propia investigación. Sí, también fui a muchos archivos, hice entrevistas, tuve encuentros con decenas de personas; encontré puertas cerradas y otras que se abrieron, caminos que se bifurcaban y otros que no tenían salida. Hacía preguntas que descubrían secretos que no querían ser recordados; a veces era discreto; en otras, me equivocaba y no respetaba el derecho que todos tenemos a olvidar. El olvido puede ser una manera de sobrevivir para muchos; también una losa que pase de generación a generación como una enfermedad o una condena. Puede ser colectiva o individual, familiar.
"Ahí estaba mi América; la había encontrado..."
Al pisar por primera vez ese espacio Ruth Zylberman supo que había descubierto el objeto de su investigación. Es como la clave en los arcos. Todo arco depende de una sola piedra para sostenerse; esa piedra es la clave. Sin ella, el arco se desmorona. Con ella, el arco sobrevive cientos, miles de años.
En mi investigación fueron las fotografías de mi madre, guardadas durante décadas, las que sirvieron de clave e impulso; desde su muerte, en el 2014 hasta el 2018. Cuatro años que, como los de la historia de Zylberman, abrieron los extraños vericuetos de la memoria; en parte, dolorosos; en parte, liberadores. Atrevidos y frustrantes.
Aún busco otra piedra clave que abra caminos, que de sentido a historias que mi memoria no puede olvidar. No sé si la encontraré.
Miras el cielo que contemplaron esos hombres y mujeres durante casi dos siglos, habitado desde 1845 hasta 2025; miras las baldosas que pisaron esos hombres y mujeres, que vieron los juegos de los niños, las miradas de los amantes, el cansancio de los obreros y las madres y abuelas, los cristales por los que contemplaban una ciudad que crecía, los pasillos oscuros en las que se cruzaban adolescentes y jóvenes que se enamorarían, adultos desconfiados o generosos; que escucharon las conversaciones, los murmullos, los gritos de mujeres golpeadas por sus maridos, las pisadas de las botas nazis, la respiración agitada de los judíos que se ocultaban, las conversaciones susurradas por comunistas y anarquistas que deseaban una revolución; cómo se calentaban, qué cocinaban, cómo vestían, qué soñaban, qué odiaban.
"... Pues, ¿no nos acaricia un soplo del aire que acarició a los antepasados? ¿No hay en las voces a las que prestamos oídos un eco de las que se extinguieron antaño?... Si esto es así, es que hay una misteriosa cita entre las edades que han sido y la nuestra..."
Walter Benjamin, Sobre el concepto de Historia.
Allí, aquí, en cualquier lugar, se mezclaban, se mezclan las historias cotidianas de los vivos y de los muertos.
Esta mañana murió Francisco I. La casualidad ha hecho que haya ocurrido después de Semana Santa, el lunes de Pascua: un colofón accidental, un cierre imprevisto que encaja a la perfección en el engranaje. En unas semanas se pronunciará el Habemus Papam.
Si algo interesa de la Iglesia Católica a quien ya no cree en sus objetivos terrenales y espirituales son los rituales. La Semana Santa está llena de ellos. Son atractivos, porque a sus espaldas hay miles de años: tradición, raigambre, herencia. Y la Iglesia Católica en este aspecto nunca decepciona.
El latín le da un marchamo de categoría y excentricidad que más quisieran otras elecciones. Los gestos, detalles, ceremoniales que acompañan la muerte del Papa, su entierro y, finalmente, el conclave te atrapan. Es una pena que no podamos asistir a las votaciones y que sean a puerta cerrada. Que la decisión pudiera durar meses o años impacientó a los magistrados de Viterbo que decidieron encerrar a los cardenales bajo llave en el siglo XIII. Y como la idea funcionó, así se ha mantenido hasta la actualidad.
Siempre queda el cine para intentar reflejar lo que se cuece en la Capilla Sixtina. Y nunca pueden dejar de hacer una representación, seguramente muy lejana al ritual. ¿Decide el Espíritu Santo o los intereses humanos? Que sean las inclinaciones humanas, lo hace mucho más interesante.
Sorrentino en la serie The young Pope llevó la estética de la Iglesia Católica a su máxima expresión; podríamos decir que fue fiel en espíritu, traicionándolo: es decir, estamos ante una buena traducción.
La estética o la tradición, como dirían otros, sigue siendo un buen reclamo. Y el personaje de la serie de Sorrentino es muy consciente de su valor.
Conclave es el último ejemplo.
Que nadie espere otra cosa que una buena película de intriga con una parte final que roza el delirio; eso sí, bastante divertida. Hasta esa parte me recordaba más a Tempestad sobre Washington y sus juegos conspirativos;
la única diferencia es que en vez de los pasillos del Congreso norteamericano tenemos los del Vaticano, más oscuros y misteriosos.
La tradición tiene un gran peso y le da más empaque.
¿La realidad? No me interesa. No me interesa si es un Papa conservador o liberal, si dará más peso a las mujeres en la cuota de poder o no, si sabrá moverse por Instagram o preferirá las viejas encíclicas, si será africano, asiático u occidental, si suavizará su posición sobre el divorcio, la homosexualidad o similares. Me da igual. Es la obra que representarán todos los personajes de la trama lo que me interesa.
Sea quien sea el próximo Papa, la realidad será decepcionante.
En L'amour fou, la obra maestra de Rivette, donde asistimos a momentos experimentales, mágicos, desesperados, intensos, absurdos, violentos,
la historia de una pareja en descomposición, mientras unos actores desorientados ensayan una obra, la Andrómaca de Racine, que nunca representarán, atrapados en círculo, serviría como evidencia irrebatible de este sencillo argumento. El arte nos libera de la mezquina realidad, la sublima.
Y la realidad siempre es decepcionante, pero es lo que tenemos.
Caminando por el Raval con una cámara a cuestas y el trípode me encontré con el rodaje de una serie para TV3. Vi la oportunidad para colocarme y me dispuse a grabar un plano de unas pancartas, pensando que formaban parte del espacio. Una encargada de producción me prohibió grabarlas: eran una puesta en escena y a la productora no le interesa su difusión antes de la promoción de la serie.
Es irónico que los únicos que me hayan prohibido grabar en la calle sea alguien que quiere proteger sus intereses y que prepara una representación donde se condena precisamente eso: la privatización del espacio público con fondos buitres, desahucios, turistificación, gentifricación...
Barcelona hace mucho, como tantas otras ciudades y centros históricos, no es más que una gran puesta en escena al servicio de unos intereses crematísticos muy concretos. En Barcelona la situación ha sobrepasado los límites o es posible que mis visitas a lo largo de la última década me hayan hecho más permeable a esos cambios. Las empresas turísticas o tecnológicas se han apoderado de un espacio que antes pertenecía a los vecinos.
En el Raval el deterioro del barrio, que siempre es un preludio para convertirlo en un parque temático y expulsar a los inmigrantes o vecinos de bajo poder adquisitivo, se mezcla con una presencia cada vez mayor de hoteles, restaurantes o museos. Encuentras revueltos pakistaníes con sus peluquerías, fruterías, carnicerías, kebabs; pisos turísticos, más o menos ocultos; bares de estética moderna; terrazas que se han adueñado del espacio público.
Hay indigentes, apartados, que no molestan demasiado; unos policías hacen acto de presencia para decirles que no pueden ocupar determinados lugares. Un grupo de indigentes ha encontrado uno de estos sitios bajo el andamio de una fachada. Las veces que paso por allí me encuentro con una mujer prematuramente envejecida, aunque todavía busque cuidarse, maquillarse. Se pinta los labios; la veo junto a otra mujer; sola, rodeada de cinco o seis hombres.
La lengua separa; una mujer china y otra vecina chocan; no se piden disculpas. La inmigrante le espeta a la otra: "¡Tu abuela!". La otra, agresiva, responde: "La tuya". A unos metros, más calmada, se dirige a su compañera: "A saber lo que significa".
Una pareja árabe discute a voz en grito; ella se quita las sandalias y amenaza con tirársela; creo recordar que era un gesto de desprecio en su cultura. Sentados a la terraza una discusión de pareja; ella, latinoamericana, ronda la cincuentena, está cansada y le pide a él, un vecino de toda la vida, veinte años mayor, que la trate mejor. A su alrededor, parados o currantes que intentan ignorar su agotamiento, su pobreza espiritual, bebiendo. Otros, como vi aquí en mi barrio hace una semanas, se emborrachan, bailan, ríen, pierden el sentido, la compostura. Necesitan olvidar.
En la barra de un bar, una vieja bodega restaurada por unos argentinos afincados hace más de una década en el Raval, en este local para gente del barrio, rodeada, como si fuera un campamento romano en la Germania, por bares de pinchos a precios turísticos, un cuarentón de la vieja escuela, un gay que ha vivido lo suyo y más, conversa con una pareja de amigos, rockeros de esos que nunca mueren.
"-Iba desnudo por la playa. Fue el último. Después aprovecharon para cambiar la normativa".
"-Lo hacían en los matorrales, ahí arriba, ya sabes... -Hace mucho que no voy... Sé de un amigo que tenía su coche aparcado y, claro, se los encontraba todas las noches... Aquí tenemos muchas historias que contar..."
Uno no hace más que esquivar muchas obras en la calle; obras y obras para hacer de Barcelona una ciudad limpia en la que los inversores multinacionales se dejen mucho dinero.
Aprovechando esta visita me he puesto a leer dos ensayos: Metamorfosis urbana en el capitalismo-crisis de Francisco Quintana y La derrota de Occidente de Emmanuel Todd.
El primero es un análisis económico del modelo urbano que el neoliberalismo ha implantado. El segundo, más anárquico, al menos, te muestra una realidad geoestratégica bastante diferente a la que los medios de comunicación nos ofrecen. Nos revelan ambos que no es Trump ni la ultraderecha el verdadero peligro, sino un modelo sistémico en el que todos colaboran y que nos conduce al desastre; democracias e información controlada por los grandes fondos de inversiones y los oligopolios que, a su vez, es propietaria de miles de viviendas. Privatizaciones, más o menos consentidas, incluso, en la construcción de vivienda social, un señuelo para ocultar su escasa presencia y los beneficios que, bajo el paraguas de lo público, estas empresas privadas adquieren. Deudas e hipotecas para la gran mayoría. Precios desorbitados de los alquileres. Si el fascismo llega al poder, es porque facilita el dominio del capital. Tenga el nombre que tenga, o la apariencia que nos presenten en las elecciones, los que mueven los hilos son otros: el mercado manda.
¿Cuál podría ser la respuesta? No lo sé. Por lo menos, desconfiar de todo, como haría Descartes. Y a partir del cogito, ergo sum, que cada paso que des en comprender la realidad que te rodea evites los prejuicios firmemente instalados desde el poder o por la costumbre. También en tu vida diaria. ¿En tu trabajo -en mi caso, en las aulas-, en el día a día, no encontramos las mismas pautas? Otros deciden por nosotros; aceptamos los modelos legales o más sutiles y pensamos que podemos suavizarlos en decisiones cotidianas cuya capacidad de influencia es cada vez más limitada.
La mañana que estuve en dos barrios obreros -uno de ellos, St Andreu- me sentí mejor. Lo que veía era más reconocible; se asemejaba a Vallecas o Moratalaz. Los mismos edificios construidos en los setenta, una dinámica parecida, una lengua que reconocía... Pude reconciliarme ese día con una Barcelona que he empezado a detestar. Todavía en esos barrios puedes encontrar un antiguo cine okupado, en el que se proyectan películas: Cineteka, mientras tres mujeres latinoamericanas, que rondaban los cincuenta años, esperaban, al lado del edificio, una cita con la oficina de empleo, a unos metros. Mientras el banco y el fondo buitre no se interesen por él...
Quizá en esta Cineteka alternativa se animen algún día a proyectar Ellos viven de Carpenter, una película anticapitalista, divertida, anarquista, política, heterodoxa. Los banqueros, los policías y una parte muy importante de la población, una clase media privilegiada, son seres extraterrestres que se ocultan bajo nuestra apariencia, y cuyo objetivo es destruir el planeta, explotarlo, mientras los más pobres viven en las peores condiciones. Detrás de la publicidad y los medios de comunicación están mensajes del tipo: obedece, consume, no pienses... Solo necesitas unas gafas negras para verlo. Matrix y sus pastillas se quedaban en la superficie. No iba mal encaminado este Carpenter. Es mejor que cualquier panfleto o discurso. Y nos dice, entreteniendonos, qué mundo tenemos en realidad.
Edurne Portela y José Ovejero han publicado un libro, escrito a duo, Una belleza terrible, que gira alrededor de la figura de Raymond Molinier, trotskista convencido, y algunas de sus mujeres. Formaron parte de una generación que creía en la revolución; primero, en Europa; después, en Latinoamérica. Perdieron. Eso sí, al menos, lucharon. En cambio, parece como si nosotros ya nos hubiéramos rendido...
Los dos ensayos plantean una crisis en Occidente. Cuando visitas las grandes ciudades y observas colas para subirse a un autobús turístico, para entrar en los museos; terrazas llenas, centros comerciales abarrotados. Dudas si realmente el capitalismo tiene los pies de barro como predicen estos expertos. Y, aunque llegara una gran recesión, o perdiéramos la guerra comercial con China o militar contra Rusia, y bajo la alfombra y la apariencia, haya, en realidad, hipotecas, deudas que hagan explotar las burbujas y las diferentes representaciones, ¿no es lícito pensar en la confianza del modelo depredador, que es insaciable, y que concebirá nuevos recursos, como siempre ha hecho, para salvarse?
¿El clima, los recursos limitados del planeta? No importa; se necesitan décadas para que nos afecte. Para entonces habrá otros planetas a nuestra disposición y para nuestra explotación sistemática. Si hemos sobrevivido.
Un indigente toca un piano, bien afinado, en Plaza de Cataluña. Las colas para subirse al autobús turístico dan la vuelta. Los policías municipales toman su café mañanero en una franquicia. No toca mal el piano este hombre...
Continúa el rodaje de la serie. Parece una discusión a la puerta del bar. Han puesto los de producción un poco de basura desperdigada en la calle para que así sea más creíble. Mossos de escuadra cuidando que nada ocurra fuera del guion. Turistas que hacen las fotos de rigor. Currantes pakistaníes ocupados en sus tareas diarias, trasladan mercancía u objetos de segunda mano de un comercio a otro; pasa a toda velocidad un joven con la bicicleta y una mochila repleta de comida rápida. La ayudante de producción pronuncia las palabras mágicas.
La serie de moda. Al final uno no tiene más remedio que verla. ¿Es tan interesante como la pintan?
Con las series tengo un problema. Muchos hablan de ellas, pero cuando las veo, nunca llegan al nivel que otros me prometen. Me ha pasado últimamente con varias: Querer, Los años nuevos, Malas Artes... Sin menoscabar su calidad -que la tienen- y su interés, mi sensación es que si no las hubiera visto tampoco mi vida hubiera cambiado mucho. Son interesantes, se dejan ver, se disfrutan, te ríes o te emocionas, tienen grandes momentos y otros que prefiero olvidar, pero tanto como la serie del año... Va a ser que no.
Adolescencia sí es la serie de la temporada para muchos. ¿Tiene la calidad que tantos alaban?
Técnicamente, por supuesto, no se pueden poner peros. Los planos secuencia requieren una planificación que siempre llama la atención. Sin embargo, uno ya está acostumbrado a esta nueva moda y mi atención va por otros derroteros.
La pregunta es si los guiones están bien construidos. Y sí, lo están, pero... las junturas se notan.
En el segundo capítulo que se desarrolla en el instituto, nadie puede negar su dificultad para rodar con cientos de extras, la mayoría adolescentes. Impresionante, sin duda, pero la historia que se cuenta se mueve entre lo convencional y lo inverosímil. La visita de dos policías a un centro educativo me chirría; tal vez porque yo trabajo en uno y veo las costuras. No es creíble el descontrol ni las reacciones del personal del centro, después de un hecho de estas características. Es como si los guionistas quisieran cargar las tintas y lo exageraran en exceso. Por ejemplo, los alumnos utilizan el móvil sin que se tomen medidas disciplinarias y sin que nadie les pare; en casi todas las clases solo ponen vídeos porque los profesores, interpreto, no saben dar clases tradicionales; los alumnos no hacen caso a los profesores ni a a nadie. Es decir, el caos absoluto o casi. Tal vez quien no trabaje en un centro educativo pueda creérselo. Por otro lado, la clave de este capítulo es simplemente el acercamiento del policía, un padre, a su hijo. Y dejando a un lado que hablen idiomas diferentes y no se entiendan -la idea de los mensajes crípticos de Instagram, incomprensibles para los adultos, no es mala, lo admito-, el resto no logra llamar mi atención y me parece que ya lo he visto muchas veces con anterioridad.
El primer capítulo impacta y está bien construido. Es la detención de un menor con todos los pasos que se siguen. Esa mecánica te atrapa y, como buen primer capítulo, se obtiene el resultado: mantenerte en vilo.
El cuarto se centra en la familia y, sobre todo, en el padre. No logra ponerme del todo en el lugar de la familia. Busca la emoción y pienso que sí la consigue en el final, cuando el padre llora en la habitación de su hijo. Pero uno a estas alturas ya sabe qué procedimientos se utilizan y las trampas las conozco demasiado bien. Ya lo he visto demasiadas veces.
El mejor, sin duda, es el tercero, aunque imagino que una psicóloga encontraría la situación inverosímil en la vida real. Pero funciona muy bien por una razón: solo son dos personajes enfrentados con objetivos opuestos en un espacio limitado. Si el guion es bueno y los actores también, siempre dará un buen resultado. El capítulo final de Los años nuevos de Sorogoyen tenía las mismas pautas.
En cuanto al tema, bueno, me parece que busca el límite para plantear controversia. ¿Todos los adolescentes son así? No, claro. ¿Tienen un lenguaje que los adultos no entendemos? Sí, sin duda, pero todas las generaciones han vivido eso. ¿Son educados por las redes? ¿Un chico de 13 años es consciente de la diferencia entre el bien y el mal? ¿Los padres y el sistema educativo, qué pueden hacer cuando están sobrepasados?
¿No busca la serie, bajo este prisma, asustarnos para que la reacción, aparte de hablar de ella y vender el producto, sea conservadora y reaccionaria? Hay que tomar medidas, parece decirnos. ¿Cuáles? El modelo tradicional -el familiar, el educativo, el social- ha estallado. ¡Qué novedad! ¿Qué se puede hacer? Pues sí, algo habrá que hacer, pero sin medios económicos -y de eso no se habla en toda la serie- estamos jodidos. Y mientras, los votantes encumbrarán a políticos que se gastarán más dinero en ejércitos y parafernalias varias... mientras dejan la Educación y la Sanidad Pública por los suelos.
Como muchas series exageran la realidad para conseguir el interés de una amplia audiencia. Y tiran balones fuera, mostrando las capas superficiales, y no hablan de lo esencial. Quizá a los que mueven los hilos, eso es lo que les interesa.
Uno a estas alturas busca cosas más sencillas y reflexivas, más valientes, con menos pirotecnia.
Podría hablar de la última película de Alain Guiraudie, Misericordia.
Podría decir muchas cosas de esa película. Podría hablar de su estilo -también lo vemos en Un héroe anónimo o en El desconocido del lago-, de cómo la naturaleza sirve de marco y espacio, reflejo, espejo de la incapacidad de los personajes para comunicarse, de su frustración existencial; que el humor surrealista, absurdo, delirante oculta, como sucede muchas veces, el sin sentido del ser humano. Es un autor a tener en cuenta, extraño, inquietante, anarquista, divertido:
una línea sin párrafo.
Uno, si ve Viridiana antes -como hice yo-, podría pensar que ha bebido de gente como Luis Buñuel que, partiendo de géneros consolidados, decide convertirlos en otra cosa. Las películas de Buñuel no son realistas al estilo galdosiano o surrealistas como Apollinare; recoge y elige lo que le interesa para ir mucho más allá. Atrapados en una primera mirada, como también sucede con Hitchcock, por sus obsesiones o las perversiones de sus personajes -sean fetichismo, pedofilia, necrofilia, masoquismo, más o menos reprimidos- y todo tipo de sacrilegio humano y divino, pocos observan que sus guiones son perfectos mecanismos; los elementos encajan y se relacionan, sin que nada escape a su mirada. Siempre nos sorprende con un giro inesperado y en los detalles más insignificantes.
Guiraudie convierte también esos géneros tradicionales -en su caso, el policíaco o el thriller- en farsas, sainetes, mascaradas; sí, eso sería, las máscaras caen y los personajes se revelan tal como son. Buñuel hacía lo mismo, aunque su simbolismo fuera más acentuado. En fin, Guiraudie estaría orgulloso de que le haya comparado con una de los más grandes.
No se podrá quejar.
Pero yo no quería hablar de Guiraudie, sino de Blanco.
Y de Han Kang.
Blanco es minimalista, como la fotografía que he elegido para abrir esta entrada. ¿Cuál es el tema de Blanco? Es el color y todos los objetos, ideas e imágenes que ese color despierta en la autora. Viaja a Polonia para escribir y el blanco se impone en cuanto llega el invierno. Y ese blanco le remite a un recuerdo, al nacimiento de una niña, la hermana que pudo ser y no fue, a su muerte unas horas más tarde. Son pocas palabras. Como si las palabras no quisieran expresar lo importante: la vida, el dolor, la nostalgia, la muerte.
Como si quisieran quedarse en silencio,
calladas,
expectantes.
Cuando cierras el libro de Han Kang, dejas que una sensación, amable, profunda, recorra tu cuerpo, permites que el mundo te hable de la única manera en que sabe hacerlo.