miércoles, 12 de junio de 2024

FRANÇOIS HARDY

 

Aunque hay muchos nombres en la canción francesa que nos devuelven la estética y el espíritu de los años sesenta -pienso en Brassens con sus letras políticas, en el sentido más amplio del término, o Aznavour o Piaf o Dassin o Gainsbourg o Brel-, sin duda fue Hardy quien lo representa mejor o, tal vez, quien nos lo trae de manera más amable, como una caricia que nos gustaría que durara mucho más tiempo.

Solo hace falta escuchar su primer gran éxito para encontrar todo lo que ella nos comunica: ternura, delicadeza, tristeza, vulnerabilidad... 

Sobre todo, incluso en sus canciones más alegres -y esta, en parte lo es-, lo que sentimos es nostalgia de un mundo que se fue y no volverá. 



Si nos centramos en la forma de rodar un videoclip no veremos la presencia omnipresente del montaje, que entrará visualmente en los años setenta con reglas que ahora asumimos con total normalidad. Aquí es más bien una cierta sencillez y algún efecto técnico que nos despierta ternura y una sonrisa comprensiva. 

No nos engañemos. Lo que no ha envejecido ni ha muerto es la mirada y la voz de esta mujer. La reconoceríamos en cualquier lugar. Y sabríamos que estamos de nuevo en esos tiempos.

No importa que, como en este videoclip rodado por Lea Seydoux hace unos años, la estética haya variado. Su voz influye en nuestra manera de mirar.


Por eso basta con su presencia para reconocerla. 


Y ese mundo vuelve a nosotros, lo recuperamos, idealizado, transformado por nuestros recuerdos. 


Sí, en eso consiste la nostalgia: una suave brisa, un rayo de sol que nos devuelve, mientras la escuchamos, lo que hemos perdido.





viernes, 7 de junio de 2024

SOPHIE SCHOLL Y ENEMIGOS DE HITLER

 

Enemigos de Hitler es una obra peculiar. Tendríamos que situarla en el género ensayístico e histórico, aunque también encontremos en ella reflexiones filosóficas y políticas. En más de 400 páginas el autor nos cuenta de manera extensa y pormenorizada quiénes fueron y qué hicieron los integrantes de La Rosa Blanca, un grupo insurgente, combativo y pacifista que desarrolló sus acciones en Munich durante el régimen nazi desde junio del 1942 hasta febrero del 1943, un mes después del final de la matanza de Stalingrado.

Es imposible no empatizar con unas personas así, no considerarlas héroes. Hicieron pintadas, divulgaron panfletos; ese fue su crimen. Fueron juzgados en dos horas; ejecutados, tres horas después. Guillermo García Domingo, su autor, tras años de investigación ha conseguido una obra muy completa. Si alguien quiere saber de estos jóvenes en lengua española deberá leerla.

No me disgusta la comparación que elige Guillermo con Campanilla, el capitán Garfio y Peter Pan; encaja bien, aunque, en su parte final muestre costuras. El autor, además, -y ese es su mayor acierto- dedica un espacio -el que merecen- a todos los personajes de esta historia, pero, sobre todo, queda claro que considera a Hans, el hermano de Sophie, el verdadero líder del grupo. Nos descubre a otros muchos que también arriesgaron y, al final, perdieron la vida, luchando por lo que consideraban justo. 

Solo veo unos cuantos defectos, muy pocos. 

El primero son varias erratas, escasas, que podrían solucionarse en una segunda edición, si tiene la posibilidad de hacerse. Las otras dos me parecen más importantes. 

Por un lado, la idea de incluir escenas ficticias con personajes más o menos inventados, que aparecen a lo largo de la narración, no es un gran acierto. Entiendo la intención del autor, pero pienso que no aportan nada a la trama ni a la historia que nos está contando; tampoco logran emocionarme. Son pocas páginas, es cierto, pero no me interesan. 

Por otro lado, en las últimas páginas el autor se deja llevar por una pasión muy comprensible, que, de alguna manera, se había ido construyendo desde el principio. De la mano de Guillermo García Domingo estas personas de carne y hueso se convierten en héroes frente a los villanos que representan los nazis. Sin embargo, todos, unos y otros, fueron también seres reales, con sombras y contradicciones. Y estas desaparecen casi del todo frente al malvado Capitán Garfio-Hitler. Es como si la seriedad histórica hubiera dado paso a la emoción de un cuento infantil, al simplista buenos contra malos. Y no me convence ese giro final.

Mi sensación es que algunos de los integrantes de la Rosa Blanca seguramente con el paso del tiempo y, si hubieran podido, habrían cometido acciones violentas. Tal vez no Sophie, pero en el caso de Hans y algunos de sus compañeros ese hubiera sido el siguiente paso. El autor lo soslaya -aunque es consciente de que pudiera haber sucedido, ya que otros sí eligieron ese camino-, como también intenta explicar la última decisión tomada, completamente absurda, que supuso la desarticulación del grupo. Fue un gran error; puede justificarse y así lo hace. Desde esa perspectiva hay algo de un último juego de ruleta que salió mal o del Destino... Pero el destino les convierte en dioses o héroes; el juego de ruleta en seres humanos... Me parece una equivocación elegir el primer camino y no el segundo, mucho más crítico, ya que esa decisión condenó a muerte no sólo a ellos mismos, sino también a sus compañeros. 

Por ejemplo, aunque los admiremos -porque fueron muy pocos los que dieron ese paso-, muchos se preguntan por qué tardaron tanto en reaccionar, por qué solo comenzaron a enfrentarse al régimen cuando este empezaba a perder la guerra. El autor asegura que sus acciones, aunque fueran silenciosas o simbólicas, ya se producían desde el 38, que el nazismo supo utilizar mecanismos -la pedagogía negra, tan bien reflejada en la película de Haneke, La cinta blanca-, 

que bloquearon el impulso rebelde de la juventud alemana. Y que sólo cuando la guerra fue insoportable -bombardeos, derrotas- tomaron conciencia y salieron de su espacio seguro y confortable. En parte, comparto esta argumentación. Se necesita madurez y reflexión -de ahí su pasión por los libros y la filosofía- para ser libre. Aún así, fue demasiado tarde y habría que haberlo dicho. 

Son pequeños detalles en una obra muy digna y que merece ser leída. 

Hace dos décadas se estrenó Sophie Scholl. Recuerdo que me gustó, pero había olvidado casi toda la película. Así que hoy he decidido volver a verla. Aquí está completa. 

Sin duda, deja un poso. Sigue fielmente todos los documentos del careo con el funcionario policía Mohr y el juicio farsa y los testimonios de las personas que los conocieron o les trataron durante esos días. 

El gran acierto de la película es no solo centrarse en esos últimos momentos, desde su última acción fallida hasta su ejecución, sino también elegir un único punto de vista: Sophie.

Si en el libro los detalles -cartas, las hojas que escribieron, los recuerdos de familiares y amigos- y las reflexiones del autor nos ayudan a comprenderlos, a entender por qué actuaron así, en cambio, la película -sintetizando en dos horas cientos y cientos de documentos- nos acerca a una mujer valiente y decidida, nos la sitúa en primer plano. Nos emociona su valor, su grandeza, su fuerza de ánimo. No dudo de que, aunque haya sido de manera inconsciente y recordándola, Guillermo ha puesto algo de ese tono que vislumbramos en la película.

La parte discursiva funciona, aunque es cierto que se podría haber prescindido de ella. El director elige que sea Mohr quien se convierta en el oponente de Sophie; humaniza al investigador que trabaja para el fascismo, que considera que la ley está por encima de todo. Sophie, sin embargo, piensa que nuestra conciencia no puede someterse a una ley injusta. Ahí está hablando Sócrates, como bien apunta Guillermo Domingo en su ensayo.

El juicio fue una farsa, una de las más lamentables que se hayan visto en un tribunal de justicia. Sigue al pie de la letra los documentos conservados. La cobardía de la mayoría, el fanatismo de un juez que humilla a quien no puede defenderse, el miedo de un padre de familia que quiere sobrevivir, la dignidad de los dos hermanos. 

Hay una imagen que se repite en todo el metraje. Sophie mira al cielo, un cielo que nunca volverá a ver. Una y otra vez, como una obsesión, lleva a cabo ese gesto sencillo. El cielo puede representar a Dios -casi todos eran creyentes-, pero también la libertad y el deseo de vivir. 

Escribí hace más de quince años en una primera novela un texto -siempre me pareció un buen final- en el que la protagonista, una Ana Frank, entre inventada y soñada, miraba al cielo en un viaje en tren que les llevaba al centro de internamiento, el primer paso antes de ser enviados a Auschwitz. Es un recuerdo de su padre que él mismo transcribió en sus memorias. A esa novela fallida, como tantas otras que he escrito, la llamé El cielo azul. 

"...Entraron en el vagón; se pusieron en la parte más cercana a la salida. Ana se sentó junto a la ventanilla; fuera, hacía calor... Cuando quiso abrirla, no pudo.

Otto, su padre, pidió permiso con un gesto al guardia que tenían asignado en el vagón; este se lo dio. Otto se levantó y consiguió forzar el cierre.

El tren se alejaba de Ámsterdam, de las gaviotas, del mar. Aunque parecía una excursión, todos sabían que les esperaba seguramente la muerte... Estaban en silencio.

Sin embargo, en ese momento, Ana disfrutaba del paisaje, observaba todo lo que le rodeaba con una sonrisa.

Los campos de trigo aún no se habían secado... Ana respiraba el aire fresco, disfrutaba del cosquilleo del sol en la cara. 

Una ligera brisa agitaba su pelo y el cielo, sin nubes, era azul... 

Esta Ana Frank podría ser Sophie Scholl. 

El final de la película también se abre a la esperanza. "No todo fue en vano", pero, de manera muy acertada, -al contrario que la opción elegida por Guillermo que considera que la Europa de los mercaderes fue el triunfo de estos jóvenes; algo muy discutible- el final no es ese. 

Las ejecuciones de los tres, Sophie, su hermano Hans y Probst, se nos cuenta de la manera que se debe contar: seca, dura, sobria. Si algo se aprende de los clásicos, como el No matarás de Kieslowski, es eso. La ejecución en la penúltima secuencia de esta película del director polaco es perfecta. 

También lo es la de Sophie Scholl. Dos planos, la última mirada de Sophie bajo la guillotina, un fundido en negro. Y con la pantalla en negro se escucha la caída de la guillotina; después, la llegada de Hans, su grito de libertad, cae de nuevo la guillotina; la llegada de Probst, cae de nuevo la guillotina. Silencio absoluto. 

¿Y si tuviéramos que defender nuestros derechos fundamentales frente a leyes que los pisotean? Tal vez no estemos tan lejos. Necesitaríamos a gente como Sophie Scholl que antepusiera su conciencia, su vida a todo lo demás. 

Sin ellos no habría humanidad; seríamos un desierto desolador. 

Gracias a ellos, mereceremos estar vivos.