lunes, 18 de agosto de 2025

LE TEMPS RETROUVÉ

 

La tercera adaptación, Le temps retrouvé de Raoul Ruiz, por fin consigue, aunque solo sea en algunas partes, lo que Proust buscaba desesperadamente con su obra: mostrar esa fractura entre el presente y el pasado, el espejo del tiempo.


Se podría apoyar en este párrafo de Proust:

"...todas las imágenes sucesivas... que separaban el pasado del presente y -más aún- la relación que había entre este y aquel; era como lo que se llamaba en tiempos una vista óptica, pero de los años, no la vista de un momento, sino de una persona situada en la perspectiva deformante del tiempo". 

La versión de Raoul Ruiz sigue en líneas generales los acontecimientos y escenas del último libro. Asombra la capacidad de síntesis; no parece importarle que algunos personajes solo aparezcan de refilón. La película se extiende y se desenvuelve por acumulación; fluye, aunque a veces se resienta de cierta morosidad. 

Aún así, los mejores momentos son aquellos en los que el presente nos devuelve el pasado: antes de entrar en la fiesta con la que termina la novela, el tropiezo en las baldosas desniveladas o la lectura de un libro o el tacto y el olor de una servilleta o el ruido de una cuchara transporta al narrador a otros lugares -el cine ya sabe de qué procedimientos servirse para recrear estos viajes en el tiempo-; o esos extraños movimientos de los personajes, como si los trasladara una mano invisible, cuando se escucha una melodía, la de Vinteuil; o la escena en la que por la ventanilla de un tren contemplamos recuerdos, sensaciones, como si estuviéramos delante de una linterna mágica o tomavistas- que me trae a la memoria esa famosa secuencia de Carta de una desconocida de Ophuls-; 


o aquella otra en la que el escritor, leyendo una carta -la que le escribe Gilberta desde una Combray en guerra-, sentado, se eleva por los aires, hasta que el plano concluye con el adulto y el niño, una pantalla y un proyector de cine.

El comienzo con Celeste -personaje real que acompañó a Proust en sus últimos años, de la que tenemos unos recuerdos que publicó con ayuda de un escritor, Monsieur Proust, y de cuya relación, además, se ha escrito una novela gráfica Celeste y Proust de Chloé Cruchaudet- inicia esa profundización en sí mismo. Esos primeros minutos que sirven para presentar a los personajes y también marcan un tono en el que el tiempo es flexible, dúctil, en el que las puertas se abren a otros espacios recordados.

Proust, en su lecho de muerte, llama a sus personajes, los hace revivir. El tiempo se transforma y confunde el recuerdo, situado entre la realidad y el sueño. El arte, como la melodía de Vinteuil, permite entablar una batalla contra el Olvido.

Todo recuerdo es frágil, puede desaparecer; las interpretaciones son múltiples, esquivas, falseadas.

El final, una recreación e invención de Raoul Ruiz, encaja perfectamente; aquí, el niño y el adulto recorren un espacio soñado, imaginado, mescolanza y amalgama de ideas; aquí, los personajes se han transformado en máscaras suspendidas, fijas en un gesto, adheridos a un muro -como las víctimas de Pompeya-, trocadas en estatuas mudas. 

Estamos ante un círculo al que se ha llegado a través de bucles infinitos; llegamos al mar, origen y final de todo.

La obra de Proust es, en gran parte, póstuma. Nunca sabremos, como sucede con la Eneida de Virgilio, si esos párrafos que se repiten o esas frases incompletas, esos huecos con letra irreconocible o esos añadidos en folios separados, que algunas ediciones incorporan en las notas, hubieran sido corregidos o eliminados. Las imperfecciones, los olvidos, la fragilidad son parte inherente a toda creación humana.

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